viernes, 27 de mayo de 2022

"WOZZECK" (Alban Berg) - Palau de les Arts - 26/05/22

 

Los aficionados de Les Arts hemos ya de desengañarnos de una vez. Ha pasado ya suficiente tiempo desde la inauguración de nuestro teatro de ópera para que todavía no nos hayamos dado cuenta de que no hay temporada, y si me apuráis ni función, en la que todo fluya con normalidad y sin sobresaltos. Es verdad que luego hemos seguido sobreviviendo a inundaciones, pandemias, desplomes de plataformas, estrafalarias detenciones policiales, desprendimientos del trencadís, huelgas, dimisiones y ceses varios, y hasta a la Voulgaridou; pero, caramba, es que no hay ni un momento de respiro.

En esta ocasión estaba programado un espectacular cierre de temporada con el estreno de esa imprescindible ópera de Alban Berg que es Wozzeck, con una colosal producción y un reparto vocal para chuparse los dedos. Con mucha diferencia era lo que más me atraía de la temporada y todo indicaba que íbamos a clausurar a lo grande un ejercicio operístico que ha estado marcado también por la incertidumbre y por un accidentado, pero progresivo, retorno a la normalidad. Bueno, pues a lo grande se ha conseguido cerrar, desde luego, pero nuevamente con sobresaltos e incidencias. Apenas seis días antes del estreno, el comité de empresa del teatro anunciaba una convocatoria de paro total para la jornada del estreno y otro parcial para la función del 3 de junio, reclamando la aprobación del Convenio Colectivo que llevan pidiendo desde hace meses infructuosamente. La víspera del estreno, sobre las 7 de la tarde, se comunicaba que no había acuerdo y se mantenían los paros; y, cuando ya dábamos por cancelada la función, alrededor de las 22 horas se hacía pública la desconvocatoria de la huelga para el día del estreno, al haber recibido los trabajadores, tarde y mal como es costumbre en Les Arts, el borrador de informe sobre la propuesta de Convenio que estaban esperando. El paro parcial del día 3, de momento, sigue convocado.

Pese a todos los sustos e incidencias, lo fundamental es que Wozzeck, por fin, se ha representado en Les Arts. Y, como avanzaba antes, lo ha hecho excelentemente servida, con una producción espectacular, un reparto vocal magnífico y un rendimiento orquestal excelente, constituyendo, sin duda, uno de los más relevantes hitos en la historia de nuestro teatro.

Merece mi más sincera felicitación el director artístico de la casa, Jesús Iglesias, por esta apuesta por traer por vez primera a Valencia esta incuestionable obra maestra, pese a saber que nos encontramos ante un título que no genera precisamente el entusiasmo masivo del aficionado ni una avalancha en la solicitud de localidades. Sigue siendo una ópera que continúa originando recelos y miedo ante una música que todavía algunos califican de difícil o demasiado moderna, más de un siglo después de su composición. Es verdad que requiere una aproximación distinta a la que se hace a títulos más populares y tradicionales, pero una vez consigues dejarte llevar y empaparte de la fuerza dramática y el poderío que emana de esta genial combinación entre texto y música, lo complicado es no quedar subyugado por ella.

Hecha esta alabanza sin reparo ante la programación de Wozzeck, sí me vais a permitir que manifieste mi desconcierto e incomprensión a que se haya elegido precisamente esta temporada para hacerlo, cuando en el Liceu, en las mismas fechas, está representándose otra producción muy atractiva de esta misma ópera. Estamos ante una obra que cuesta mucho ver representada en España, por lo cual muchos aficionados no dudaríamos en viajar a otros teatros para disfrutar de ella. Por ello, pienso que esta falta de coordinación entre los principales teatros de ópera españoles para programar determinados títulos, lo único que origina es hacerse mutuamente la competencia y evitar la asistencia de público de otras ciudades. No me cabe la menor duda de que si en Barcelona no se hubiera programado Wozzeck esta temporada, muchos aficionados liceístas hubieran venido a Valencia, y viceversa. Esta descoordinación es perjudicial para todos. No digo que necesariamente sea culpa de la gestión de Les Arts, pero es algo que debería intentar corregirse con un poco más de previsión y puesta en común.

La propuesta elegida para la presentación en sociedad de Wozzeck en Valencia, es la coproducción entre la Bayerische Staatsoper y el New National Theatre de Tokio, con la firma del alemán Andreas Kriegenburg en la dirección escénica, la impactante escenografía de Harald B. Thor, la espléndida iluminación de Stefan Bolliger y el vestuario de Andrea Schraad.

La escena está dominada por un cubo suspendido en el aire que se dice que pesa más de 6 toneladas, lo cual teniendo en cuenta la trayectoria de incidentes varios en este teatro a la que hacía alusión al comienzo de esta crónica, no voy a negar que aligera un tanto el tránsito intestinal. En ese cubo, se desarrollarán la mayoría de escenas que tienen lugar en interiores (la habitación del capitán, la casa de Wozzeck, la consulta del doctor). Mientras que debajo del gigantesco cubo se llevará a cabo el resto de la acción, con un escenario completamente cubierto por una lámina de agua en la que chapotearán los intérpretes durante toda la obra.

Se incluye en escena un grupo de figurantes vestidos de negro que representarán a los oprimidos, a esa gente pobre (wir, arme leut) de continua referencia en el texto por parte de la pareja protagonista. Ellos sostienen sobre sus espaldas, incluso literalmente, la carga de esa clase dominante, y pululan por escena reclamando trabajo y recibiendo las sobras de comida o monedas que tienen a bien arrojarles de vez en cuando, zambulléndose en el agua como pirañas peleando por esas migajas.

Los perfiles de cada uno de los personajes están impecablemente diseñados desde el punto de vista dramático, palpándose una intensa y muy cuidada labor de dirección de actores, convirtiéndose en una ópera sustentada en un muy sólido armazón teatral, donde cada movimiento y cada gesto de cada una de las personas que sale a escena tiene su sentido, ayuda a dibujar su perfil individual y enriquece el conjunto. El maquillaje y caracterización de los intérpretes juega aquí también un papel capital, habiendo logrado conferir a todos los personajes, excepto Wozzeck, Marie y el hijo, un aspecto absolutamente fantasmagórico y siniestro, mezcla de Walking dead y peli de Tim Burton, que no es sino la representación de la visión que percibe el protagonista de una realidad monstruosa deformada por esa pesadilla interior en la que vive.

El impacto visual de la propuesta de Kriegenburg es demoledor y la atmósfera que se consigue crear es absolutamente hechizante y acorde al drama representado. De gran belleza y fuerza dramática me parecieron los juegos de luces y sombras o los reflejos del agua sobre el cubo. La sobrecogedora simbiosis entre texto y música lograda por Alban Berg encuentra en esta producción, en mi opinión, un vehículo idóneo que transmite al espectador todas las emociones que bullen en esta obra que es una auténtica olla a presión. Y eso pese a que no siempre se ajusta estricta o claramente al libreto. Por ejemplo, con los ya mencionados figurantes, o con que aquí adquiera un protagonismo muy especial el niño, hijo de Marie y Wozzeck, que estará presente en muchas de las escenas, o que el mismo protagonista se muestre también presente cuando no debería estarlo, como en la canción de cuna.

Pero todo eso no me parecía que perjudicase en absoluto ni lo musical ni la comprensión del drama, a diferencia de algunas anteriores producciones vistas este mismo año, como Macbeth, donde creo que se despistaba y molestaba al público sin sentido. El ruido del agua, incluso, no lo percibí como algo que disturbase la escucha, a excepción de un momento muy concreto, cuando los chapoteos del personaje de Andrés correteando sí afectaron al coro de ronquidos de los soldados. Tampoco me acabó de convencer la resolución escénica del ahogamiento de Wozzeck, donde esperaba algo más que tumbarse en una colchoneta sobre el agua. Ya sé, y siempre digo, que todas estas opiniones que me decido a verter aquí son puramente sensaciones subjetivas mías y esa subjetividad hace que unas veces el conjunto me resulte positivo o se me fastidie la función. Y, en esta ocasión, sin duda alguna, mi valoración es sobresaliente.

Y no puedo finalizar esta reseña de lo vivido escénicamente sin hacer una mención muy especial a todo el equipo técnico de trabajadores del Palau de Les Arts. Afrontar una producción con los requerimientos que conlleva esta, no es una tarea al alcance de cualquier teatro, y menos aún estando inmersos en pleno conflicto laboral. Bravo por ellos y ojalá todas sus merecidas peticiones sean atendidas definitivamente.

El muy complicado reto de tomar la batuta para enfrentarse a esta exigentísima partitura ha recaído en el nuevo director titular de la Orquestra de la Comunitat Valenciana, James Gaffigan, quien, en su primera temporada como tal, tan sólo ha pisado la sala principal para el réquiem mozartiano que abrió el ejercicio y ahora para cerrarlo con Wozzeck. Esperemos que en las sucesivas temporadas tenga una mayor presencia, porque, si no, sí que no entenderé este nombramiento de ninguna de las maneras. Quienes seguís este blog sabéis de sobra que Gaffigan no fue una elección que precisamente me satisficiera, y, hasta ayer, no había escuchado nada especialmente relevante en sus escasos trabajos en Valencia. Ayer sí me convenció. Tenía una papeleta muy complicada y creo que el resultado obtenido ha de calificarse de óptimo. La cosa empezó un poco regular, dándome la impresión que durante el primer acto se le escapó un poco el volumen perjudicando las voces (las masculinas, obviamente, porque a la Westbroeck no hay quien la tape), pero a lo largo de la velada creo que se fue equilibrando mucho más el sonido de escena y foso. Hubo mucha atención a los múltiples detalles que encierra la obra, resaltando cada momento de lucimiento de las intervenciones solistas, consiguiendo al mismo tiempo un empaste de conjunto, una riqueza tímbrica y una claridad orquestal fantásticas, sabiendo subrayar todos los matices de la partitura, desde el lirismo y la delicadeza que presiden muchos instantes, hasta el dramatismo más desgarrado. Percusión, metales, cuerdas, maderas, arpa, celesta… todos brillaron como en los mejores años de esta gran orquesta que tenemos la fortuna de seguir pudiendo disfrutar. Hubo momentos de una intensidad emocional apabullante, como la música ondulante del ahogamiento, la belleza y carnosidad del interludio orquestal entre las dos escenas finales, las cuerdas y trompas en el inicio del acto tercero, o ese crescendo impresionante tras la muerte de Marie que permanecerá siempre en mi memoria.

El Cor de la Generalitat tiene una limitada participación en esta obra, apenas en las dos escenas de la taberna (no cabe duda de que habrán pasado más tiempo en maquillaje y vestuario que en el escenario); pero, como siempre, sólo puede calificarse de excelente su implicación escénica y su rendimiento vocal, pese a los desabridos terrenos en los que se mueve la partitura, debiendo congratularnos aquí de que, por fin, pudimos escuchar al coro sin mascarilla.

Una pequeña intervención tienen también en la escena final, muy bien resuelta vocal y escénicamente, con chapoteos incluidos, los miembros de la Escolania de la Mare de Déu dels Desemparats, cuyos niños supongo que tardarán en desprenderse de las pesadillas originadas por esta producción. Reseña especial merece Adrián García asumiendo el papel de hijo de Marie con el añadido de permanecer en el escenario durante la mayor parte de la obra y mostrando una soltura escénica y dominio interpretativo que ya quisieran poseer muchos cantantes consagrados.

Como decía al comienzo, se ha conseguido reunir para la ocasión a un elenco vocal de primer nivel internacional que podría presidir el cartel de cualquiera de los más relevantes teatros del mundo, y donde no hubo nada que desmereciese el magnífico nivel general, desde el principal protagonista hasta el último de los comprimarios, todos ellos ofreciendo además una entrega escénica e interpretativa irreprochable.

El barítono Peter Mattei es un cantante por el que confieso tener una especial debilidad. Cada vez que lo he escuchado, incluso en papeles no especialmente adecuados, siempre ha ofrecido algo que me ha conquistado. Mucho hace la belleza de su voz, la elegancia, consistencia y expresividad de su fraseo, y esa espléndida dicción, que se imponen incluso en un personaje tan singular como este. Lejos quedan interpretaciones más histriónicas y atormentadas del pobre Franz. Mattei impone un equilibrio perfecto entre el recitado y el canto, dotando de una especial nobleza y resignación al protagonista. Ese timbre suyo tan característico, quizás algo claro o lírico para según qué papeles, pienso que casa estupendamente con el personaje, ya que un barítono de voz más grave y pesada puede que hiciese menos creíble el aspecto más frágil del personaje. El cantante sueco supo cuidar en cada momento la justa expresividad, cincelando de manera espléndida la evolución dramática del personaje, exhibiendo un progresivo derroche de emoción que, para mí, tuvo sus dos grandes momentos en el dúo del segundo acto con Marie y en su escena final.

Si reconocía antes mi debilidad por Mattei, lo mío con Eva Maria Westbroek es fascinación absoluta. Desde que la descubriese aquí con aquella legendaria Sieglinde que nos ofreció en el recordado Anillo, mi admiración por esta cantante ha sido total. He viajado más de una vez para escucharla y nunca me ha defraudado. Su implicación dramática con cada uno de los personajes que asume es siempre total y eso consigue revalorizar de forma capital sus interpretaciones. El papel de Marie es especialmente propicio para desarrollar esta faceta expresiva y no lo desaprovechó, ofreciendo toda su intensidad emocional de manera contundente, dibujando todos los perfiles y contradicciones del rol, alcanzando directamente el corazón del espectador tanto con la sutileza y lirismo con los que afrontó los fragmentos con el hijo, como con la fuerza exhibida en los pasajes más desgarrados. La zona central de su voz sigue siendo imponente y sobrepasa la orquesta sin dificultad. Un aluvión de belleza vocal cargado de matices y expresividad. Pensaba que igual el paso del tiempo hubiera afectado más a una franja aguda más problemática, pero no fue el caso. Dentro de un reparto muy destacado, la soprano holandesa fue para mí lo mejor de la noche.

También es un lujo contar para un rol como el del repelente Tambor mayor con un cantante de la talla de Christopher Ventris. Es posible que el tenor inglés que tan buenos momentos nos ha dejado como intérprete wagneriano (inolvidable Parsifal valenciano con Maazel) no se encuentre ya en su mejor momento vocal, pero la valentía y arrojo con los que asume todos los personajes, unido a la permanencia de la belleza de su timbre, su todavía contundente y segura proyección en la franja más alta y a la siempre presente intención expresiva, sabiendo matizar y ofrecer tanto la vertiente más seductora, como la chulesca y violenta del personaje, sólo pueden merecer el más ferviente aplauso.  

A mi juicio, el punto más endeble del apartado vocal llegó con el Doctor de Franz Hawlata. Pienso que vocalmente su registro grave carece del peso y rotundidad necesarios, sobre todo cuando se enfrenta a orquestas numerosas como esta, y la zona más baja llega a devenir áfona, sustituyendo los graves profundos por sonidos ingrávidos y casi eructados. El fraseo es también tosco y descuidado; pero todo ello es verdad que queda aquí un poco en segundo plano, en primer lugar porque el sprechgesang de Berg hace pasar más inadvertidas todas estas carencias, y sobre todo porque el punto más fuerte de este bajo barítono alemán se encuentra en la faceta interpretativa, donde hay que reconocer que se entrega sin remilgos y anoche ofreció toda una exhibición de implicación actoral, cuidando cada movimiento, cada mirada y cada gesto de manera inmejorable.

Más me convenció Andreas Conrad como Capitán, mostrando una de esas voces que a veces resultan desagradables pero muy adecuada al papel, en la línea de otros personajes de los que es reputado intérprete, como el de Mime; con timbre claro y penetrante, agudos punzantes y exhibiendo un incisivo fraseo y variedad de recursos expresivos. Mucho mérito tuvo también su comportamiento actoral y gestual, pese a la grotesca caracterización que dificultaba notablemente sus movimientos.

También me gustó el Andrés del tenor alemán Tansel Akzeybek, que últimamente se ha convertido en un habitual de pequeños papeles en Bayreuth, y que, como todo el reparto, demostró unas sobresalientes cualidades escénicas y adecuación vocal al personaje. Igualmente me convencieron, como decía anteriormente, todo el resto de intérpretes de los papeles menores, que mantuvieron el muy buen nivel general: la estupenda Margret de Alexandra Ionis, de fraseo muy expresivo, voz oscura y un sentido teatral bárbaro; los muy notables aprendices encarnados por Patrick Guetti, con una voz de bajo realmente impactante, y Yuriy Hadzetskyy; el Loco, con perdón, de Joel Williams, en una breve pero muy lucida intervención; y el Soldado de Jorge Franco.

Como era previsible se apreciaron bastantes más huecos en la sala principal de Les Arts que en estrenos anteriores. En lo positivo, me llamó la atención ver más gente joven de lo habitual y hubo también menos ruidos que otras veces, al menos en mi zona, con un silencio que por momentos se podía cortar; y en lo negativo, hay que constatar que durante las paradas técnicas tras los actos primero y segundo, hubo algunas deserciones. Los que llegamos al final lo hicimos realmente entusiasmados y las ovaciones fueron unánimes y muy entusiastas, destacando las recibidas por Mattei, Westbroek y la orquesta, con James Gaffigan al frente. También la salida al escenario de Andreas Kriegenburg, como único representante saludador del equipo escénico, fue recibida con bravos y muy fuertes aplausos.

Bueno, pues casi sin darnos cuenta se nos ha acabado la temporada operística. Lejos quedan aquellos días gloriosos de los añorados Festivales del Mediterrani, e incluso temporadas más recientes donde hemos tenido funciones en pleno mes de julio. Si pensamos que nos aguardan por delante casi cuatro meses sin ópera, tendremos que plantearnos viajar o reforzar el arsenal de ansiolíticos. De momento vamos a ver si los gestores de Les Arts se deciden de una vez a anunciar las previsiones para el próximo año, llegando los últimos como de costumbre (se rumorea que será el próximo viernes 3 de junio). Hay cosas que ya se han dicho oficialmente, como que se programará el Tristan e Isolda aplazado por la pandemia o una Anna Bolena con Marina Rebeka; y hay otros títulos que suenan como: una enésima Bohème, Ernani, El cantor de Méjico, L'incoronazione di Poppea, Jenufa… Ya veremos qué se confirma finalmente. Mientras tanto, como en Wozzeck, nosotros la pobre gente (wir erme leut), seguiremos esperando las migajas informativas que tengan a bien arrojarnos…

viernes, 1 de abril de 2022

"MACBETH" (Giuseppe Verdi) - Palau de les Arts - 31/03/22

 

Ne3jdol elwkfw kefoo mlqindññ efnii, kefofn… perdón, pero es que estoy recuperándome del doble desprendimiento de retina sufrido ayer en Les Arts con los deslumbramientos de los focos de la producción asesina que nos ofrecieron… pero de eso hablaré después…

Se inicia a telón bajado el tercer cuadro del cuarto acto de Macbeth. La orquesta comienza a sonar. A los pocos compases, el director de orquesta se pone a hablar con los músicos gesticulando, la música se detiene y el director abandona el foso. Perplejidad y desconcierto en la sala. Por la megafonía se anuncia enseguida que se pide al público que permanezca en sus asientos. Se desatan los murmullos y comentarios entre el respetable: “se ha enfadado el director y se ha ido”, “no, igual le ha entrado un apretón”, “aquí ha pasado algo gordo”… Los mejores que yo escuché vinieron de dos señoras de detrás que inmediatamente dijeron: “aquí huele a quemado, vámonos ya”, y así lo hicieron, supongo que pensando que si había fuego los responsables de Les Arts no dirían nada, sonaría El Fallero y el público emocionado y valencianote ardería como una tea, cual falla de primera especial. También otra pareja cercana echó a volar la imaginación y concluyó que el problema podría estar en el exterior de la sala “cariño, abre el móvil y mira qué ha pasado, mira que estamos en guerra y nunca se sabe”. Intuyo que imaginaban que igual un misil con cabeza nuclear había pulverizado El Micalet y Les Arts se había convertido en refugio atómico; o que las hordas rojas, con Putin a la cabeza chupando vodka, estaban tomando al asalto el recinto de Calatrava disfrazados de bosque de Birnam, bueno, en este caso de Dehesa del Saler.

Tras unos minutos sin noticias, con peticiones al público de permanecer sentados y anuncios de que la función se reanudaría, se comunica finalmente que el motivo ha sido una indisposición repentina del protagonista, Luca Salsi, pero que la representación continuaría en breve. No fueron pocas las personas que abandonaron la sala durante estos 15 o 20 minutos que duraría el parón. Poco antes de reanudarse, se informa de que la indisposición ha consistido en una hemorragia nasal del barítono, pero que el propio Salsi retomaría el papel (que no me digáis que no tiene cosica que en una ópera sangrienta como Macbeth, sea precisamente una hemorragia nasal la indisposición que aqueja al protagonista). Y Salsi volvió a escena con una torunda tamaño misil putinesco en una de sus fosas nasales y recurriendo a limpiarse con un pañuelo de vez en cuando la otra, cantando ese final de la ópera que incluye las exigentes Pietà, rispetto, onore y Mal per me, por cierto con una calidad extraordinaria. Por dónde tomaba aire para respirar mientras cantaba, no me lo preguntéis que estamos en horario infantil.

Pues esa fue sin duda la anécdota de la noche que a más de uno nos hizo recordar aquel otro momento parecido vivido en La Traviata de 2013 cuando Ivan Magrì se retiró por lesión al comienzo del segundo acto y Nikolai Schukoff que estaba presente en la sala, cantó desde un atril en el proscenio lo que restaba, mientras un figurante hacía los movimientos en escena del personaje.  

Macbeth, por cierto, es sabido que tiene fama de ópera gafe para quienes asumen el personaje principal y son relatados múltiples infortunios en sus representaciones a lo largo de la historia, de ahí que en el mundillo haya quien no pronuncie su nombre y se refiera a ella como “la ópera escocesa” o quien directamente renuncie a intervenir en ella. El mismo Luca Salsi, si no recuerdo mal, ya tuvo una lesión ensayando el personaje en el Liceu hace algunos años. De cualquier modo, supersticiones aparte, lo fundamental es que la genialidad de Giuseppe Verdi volvió a hacerse presente anoche en el Palau de les Arts con una de sus obras emblemáticas y por la que confieso que tengo una especial debilidad y no me canso nunca de escuchar, descubriendo siempre nuevos matices y detalles inigualables de inspiración compositiva. Pese a ello, como también he comentado ya aquí en alguna ocasión, no acabo de entender que existiendo todavía relevantes títulos verdianos pendientes de pisar por primera vez el escenario valenciano, como Un ballo in maschera o Ernani, se opte por repetir una obra que ya se representó en 2015, con unos notables resultados artísticos, pese a que se ofreciese con la peculiaridad de que fuese un tenor reconvertido en barítono llamado Plácido Domingo quien la protagonizase. Sí, aquel cantante que seguirá siendo una de las figuras más insignes que ha dado la historia de la ópera, pese a que la infame política seguida por el actual equipo rector de Les Arts se haya empeñado en convertirlo en una especie de Lord Voldemort ‘que no puede ser nombrado’, no sé si por temor al gafe de Macbeth o por estulticia supina, suprimiendo su nombre al Centre de Perfeccionament y siendo vetado de hecho para cualquier tipo de espectáculo.

La puesta en escena vista en 2015, con dirección del alemán Peter Stein, no fue nada del otro mundo, tirando a regulera, pero su recuerdo subió muchos puntos anoche ante el monumental excremento de res vacuna ofrecido sobre el escenario con la producción de la Royal Danish Opera elegida para este estreno, con dirección de escena del australiano Benedict Andrews (que intuyo que se encontrará oculto en un volcán islandés mientras esté vigente la orden de busca y captura internacional para ser conducido ante el Tribunal de la Haya), adornada con la escuetísima y fea escenografía de Ashley Martin-Davis, el heterogéneo y rocambolesco vestuario de Victoria Behr y la sobrecargada, pretenciosa y muy molesta iluminación de Jon Clark.

Quizás la culpa sea mía y que me pilló ayer el estreno con el pie cambiado y el ánimo un poco bajo de forma, porque hubo quien me comentó, estando sobrio, que le estaba gustando; pero os juro por el alma de Chiquito que a mí esta puesta en escena me pareció una tomadura de pelo imponente. Andrews, en la rueda de prensa de presentación de la ópera hace unos días, además de hacer un comentario oportunista comparando su visión de la tragedia y crueldad residente en Macbeth con la matanza de niños en Ucrania, aludió a que pretendía representar a los personajes en un espacio cerrado para mostrarles que no podían escapar y vacío de elementos para dar el protagonismo a la iluminación que resaltase el clima de pesadilla… Todo esto lo explico por si alguien se quedó tan ojiplático como yo pensando qué narices sangrantes nos había querido contar Andrews con ese abigarramiento de memeces, inversamente proporcional al desierto escenográfico ofrecido. Allí los únicos encerrados que no podíamos escapar del elefantiásico mojón escénico éramos los espectadores y la pesadilla fue la nuestra.

No quisiera extenderme demasiado en comentar una puesta en escena a la que de verdad que no dudo en reconocerle que pudiera tener buenas intenciones, pero que me resultó absolutamente fallida. Ya la cosa no empezó bien cuando, como suele ser habitual, en lugar de dejarnos disfrutar del preludio en paz, se nos ilustra en escena con la pareja protagonista jugando a la gallinita ciega. Las alusiones a los juegos infantiles serán permanentes durante toda la función y por allí deambularán, en medio de la tragedia sin par que se desarrolla, niños y niñas jugando al fútbol, con muñecas, etc.

Toda la acción se desarrollará en un espacio vacío, enmarcado por tres paredes cubiertas de laminas de madera a modo de armarios del Ikea, sobre el que penden unas lámparas cenitales que cambiarán de color la iluminación de la escena, por supuesto con el rojo muy presente en los momentos más sangrientos. Y ahí se queda todo. Como, lamentablemente, la dirección de actores tampoco compensaba aquella pobreza escénica, la cosa, sobre todo en los dos primeros actos, no dejó de ser una especie de versión en concierto con luces de puticlub, y con algunos efectos lumínicos absurdos que me cuesta creer que no se hayan concebido con otra intención que no sea la de fastidiar al espectador: como los molestos parpadeos mareantes en la primera escena de las brujas o los focos dirigidos a los ojos de los espectadores durante largo tiempo, tanto en la muerte del rey como en la escena de la muerte de Macbeth. Ahí los que vimos la luz al fondo del túnel no fueron los muertos ni Carol Anne la de Poltergeist, sino los sufridos espectadores de Les Arts. Y también el fantasma de Banco se encargó de deslumbrar con un espejo a toda la sala por si alguien todavía veía algo. Sugiero que para las próximas funciones adviertan, como hacen los tontos de Netflix, que algunas escenas tienen un efecto estroboscópico que puede causar incomodidad para las personas fotosensibles, y que confiesen que en realidad es Ópticas Andrews la que patrocina las representaciones.

El colmo del ridículo se consuma durante el coro de sicarios y la escena de la muerte de Banco, apareciendo los miembros del coro, no ocultos en el parque, sino formados en fila portando bolsas de conocidos establecimientos comerciales, de las que sacaran guantes, puñales y caretas para cometer el asesinato. Así, todo el esfuerzo y la genialidad de Verdi para diseñar musicalmente la angustia, el temor y la tragedia en ese momento estremecedor de la muerte de Banco, queda convertido en un insultante chiste de humor negro, cuando son Goofy, la rana Gustavo, Bugs Bunny o la Pantera Rosa quienes ejecutan el crimen. Las ocultas intenciones de Andrews para semejante payasada las sabrá él y su psiquiatra si es que no se ha suicidado todavía.

La escena de las apariciones del tercer acto, no me pareció tan mal, y eso que se desarrolla en un escenario de cabaret, con señorita en topless haciendo pole dance incluida. Y en el cuarto me gustó incluso más la resolución del sonambulismo, con las lámparas a ras de tierra y por supuesto luces en los ojos de los espectadores, pero con un más atractivo efecto visual. Aunque todo volvió a empeorar con la paupérrima construcción de toda la parte final, de nuevo a escenario vacío, con luces en los ojos, y resolviendo la llegada del bosque de Birnam con los miembros del coro llevando cada uno una ramita delante, como en una función de colegio de barriada humilde.

No voy a insistir en contar más idioteces vistas. El problema no fue el escenario vacío y basarlo todo en juegos de luces. Ahí están las producciones de Robert Wilson que poco más que eso aportan aparentemente, pero la belleza estética y el sentido dramático de sus propuestas están a años luz de la pobreza de lo visto ayer. También esperaba que ante ese vacío escenográfico se visualizara un contundente e inteligente trabajo de dirección dramática de actores que tampoco apareció por ninguna parte. Además, se confunde al espectador menos conocedor de la obra metiendo en escena personajes cuando no tocan o directamente que no se sabe qué pintan allí, como las niñas y niños. Y lo peor es que, encima, la ridiculez de la propuesta, salvo en momentos aislados, chocaba de frente con el sentido dramático de la música, perjudicando y menospreciando la misma. Sé que no todos pensarán como yo, pero también sé que no fui el único incomodado con la producción, pues al final se escucharon sonoros abucheos.

Afortunadamente, lo musical discurrió por mejores derroteros. La dirección de la Orquestra de la Comunitat Valenciana corrió a cargo de Michele Mariotti, quien ya dirigió aquí una Cenerentola en 2011 y un concierto sinfónico en 2020. El director italiano ofreció una lectura muy personal e intensa del drama verdiano. Hubo momentos que sonaron al Verdi más genuino y otros en los que optó por exagerar contrastes y matices, a mi juicio con resultados dispares. Pero si algo no se le puede discutir desde luego es que vino aquí a currar y a construir una versión muy cuidada de lo que quería ofrecer. Me gustó mucho el preludio, donde ya se dibujaron esos matices y contrastes de tiempos y dinámicas que presidirían la velada, manteniendo un pulso vivo e imbuyendo a la sala del espíritu de la obra. El problema, a mi juicio, estuvo en que en algunos momentos puntuales, como en La luce langue, los ritardando y diminuendo de la orquesta, de la que obtuvo por cierto algunos pianísimos magníficos toda la noche, llegaban a un punto tal que la tensión se caía. En el otro extremo, hubo instantes en que las subidas al forte se pasaron un poco de rosca. Y también me dio la impresión de que en algún concertante la orquesta y las voces se le escaparon un poco, y eso que estuvo muy controlador y sabiendo respirar con los cantantes. Sacada la punta al lápiz en esas cositas que me faltaron para redondearlo, he de decir que, en conjunto, disfruté muchísimo con el sonido orquestal y con determinados pasajes donde la garra y la tensión cobraban muchos enteros, como en el dúo del acto primero o en la escena de las apariciones, o con otros donde la delicadeza y la belleza se apropiaron de la escena en medio de la fealdad, como en el maravilloso Patria oppressa. Instrumentalmente hubo un excepcional trabajo de todos los atriles, con una percusión y metales imponentes, con esa cuerda dúctil y aterciopelada sustentando el armazón melódico con mil detalles, con las siempre eficaces maderas y esta vez con un reconocimiento especial al estupendo corno inglés de Ana Rivera.

El Cor de la Generalitat vuelve a tener en esta obra un protagonismo muy relevante, y de nuevo tuvimos la suerte de contar con la calidad de esta agrupación que nos ofreció unos resultados excelentes en lo canoro y en lo actoral, por tonto que sea lo que les hagan hacer, incluido el mantenerles más tiempo en escena de los que les tocaría según el libreto. Imponentes se mostraron en los dos grandes concertantes de los actos primero y segundo; contundente el coro de sicarios pese a estar recién llegados de comprar en el Primark; maravilloso el coro de brujas en la escena de las apariciones, con un final en pianísimo espectacular; y, por descontado, ofreciendo un Patria oppressa antológico que será difícil de olvidar.

Cuando se anunció la temporada, este Macbeth cobraba un muy especial interés por la pareja protagonista que se anunciaba, Anna Pirozzi y Carlos Álvarez. La presencia del barítono malagueño en cualquier papel relevante verdiano, para mí constituye ya una cita imprescindible más allá de las condiciones en las que se pueda encontrar puntualmente, porque su clase, su nobleza, su estilo y arte cantando a Verdi, hoy por hoy, es muy difícilmente superable. Lamentablemente, problemas de salud que espero fervientemente que sean pasajeros, han impedido poder disfrutar del Macbeth de Carlos Álvarez que, a buen seguro, nos hubiera ofrecido una velada inolvidable.

Finalmente, los sustitutos para el papel protagonista han sido el italiano Luca Salsi (para el estreno y los días 3 y 10) y el georgiano George Gagnidze los días 5 y 8. Evidentemente hubiera preferido a Álvarez mil veces, pero hay que reconocer que actualmente, estos dos, junto con Tezier o Lučić, serían de las mejores opciones posibles. Luca Salsi ha sido incluso quien interpretó el rol el pasado San Ambrosio en La Scala junto a la Netrebko. No voy a negar las muchas cualidades que tiene este cantante, aunque haya cosas que a mí no me acaben de convencer del todo. Desde luego hay algo que no se le puede negar y es la intensidad interpretativa con la que afronta sus principales pasajes, dotando también de intención y sentido dramático a los recitativos. Su voz se proyecta generosa y se muestra imponente, aunque en la franja más aguda tiende a perder parte de esa fuerza. Su expresividad es encomiable, pero a veces exagerando el fraseo a costa de no mantener el legato y el cantabile verdiano. Perdonadme comparaciones, pero ese amplio legato de largas frases, rezumantes de ese particular pellizco verdiano, que ofrece Álvarez o incluso Tezier, no acababa de hacerse presente; dicho lo cual, da igual, hay que reconocer que brindó una más que notable actuación, con un fraseo variado siempre dotado de acentos precisos e intenciones óptimas, y sobre todo derrochando expresividad y el dramatismo requerido. Fue de menos a más, y su implicación expresiva y sentido del drama, elevaron sus resultados de conjunto que culminaron en un impecable Pietà, rispetto, onore, con torunda nasal incluida, obteniendo un merecido e incuestionado éxito.

Pocas cantantes hay hoy en el panorama internacional que puedan defender mejor el diabólico, en todos los sentidos, papel de Lady Macbeth que Anna Pirozzi. Y ayer lo demostró con creces. Ya hemos  tenido la ocasión de disfrutarla como una excelente Abigaille de Nabucco en los años 2015 y 2019, y anoche ofreció una Lady Macbeth de auténtico lujo. Qué gusto da encontrar todavía en escena voces que suenan a soprano dramática de verdad, con ese poderío homogéneo en toda la extensión del registro, con esos agudos punzantes, con esa anchura natural y no forzada y cuya zona grave deviene ya en un coto de absoluto disfrute. Voz grande, bien proyectada, afinada, limpia, timbre rebosante de italianità y acento verdiano, pese a que quizás sea incluso hasta demasiado bello para lo que pedía al malvado personaje el maestro Verdi. En el canto de agilidad sigue mostrándose segura, y se lució con una espléndida La luce langue, ofreciendo los contrastes que requiere Vieni t’afretta y la cabaletta Or tutti sorgete, o en la escena del sonambulismo con Una macchia è qui tuttora, renunciando por cierto al habitual agudo final. Una actuación vocal impecable, a la que si tuviera que buscar alguna pega diría que quizás le faltó transmitir esa chispa expresiva y emocional que Salsi, de forma menos ortodoxa, transmitía. En cualquier caso, tuvimos una pareja de lujo.

No desmereció en absoluto tampoco el Banco de Marko Mimica, un cantante que ya mostró sus cualidades en la Lucrezia Borgia de 2017. Voz grave potente, rotunda, contundente, a la que supo dotar de un fraseo bien ligado y expresivo. Brilló en su aria Come dal ciel precipita, pese a estar rodeado de personajes de dibujos animados; y luego se pasó el resto de la ópera apareciéndose chorreando sangre y con corona. Creo que incluso muchos espectadores no le identificaron como el bajo que había cantado tan pinturero los dos primeros actos con su traje de Emidio Tucci, cuando salió a saludar ensangrentado e irreconocible.

El rol principal para tenor en esta obra es el del personaje de Macduff, que realmente no tiene una especial relevancia si no fuese por esa auténtica joya que es el aria Ah, la paterna mano. Para la ocasión se ha buscado al muy joven Giovanni Sala, absolutamente desconocido hasta ayer para mí. Mostró una voz no muy llamativa que, de hecho, en su intervención en el acto primero me inspiró los peores augurios y quedó inaudible en el concertante; pero cuando llegó su gran momento defendió el aria con solvencia, proyectando contundentemente y controlando la emisión, consiguiendo también transmitir con expresividad el sentimiento contenido en ese gran fragmento.

Más que correctos estuvieron también la Dama de Rosa Dávila y el Malcolm de Jorge Franco, ambos miembros del Centre de Perfeccionament, así como Luis López Navarro en sus tres distintos papeles y los niños Francisco Arasteny y Adrián García de la Escolania de la Mare de Déu dels Desemparats. Y también cumplieron en papeles más breves, Juan Felipe Durá y Marcelo Solís, quien, por cierto, en la charla de presentación de Ramón Gener, se marcó un Pietà, rispetto, onore, más allá de la calidad de su voz, con algunos detalles francamente de mucho gusto.

Me llamó la atención los muchos huecos que mostraba ayer la sala principal de Les Arts tratándose de una ópera de Verdi. Se estuvo muy lejos del casi lleno absoluto que hubo en Los cuentos de Hoffmann, e incluso hubo menos público que en Ariodante. Y eso que estas representaciones de Macbeth están incluidas en esa buena iniciativa del teatro valenciano de hacer un descuento del 50 % en todas las localidades para menores de 35 años. En el descanso hubo algunas deserciones, supongo que motivadas por el desagrado escénico, además de las que se produjeron posteriormente durante el parón hemorrágico, pero los que nos quedamos aplaudimos con fuerza a todos los participantes en el espectáculo, con la excepción ya mencionada del abucheo, con alguna división de opiniones, a los responsables de la escena.

Pues hasta aquí esta crónica. Pese a los reparos que he hecho a la escena, yo pienso repetir, porque lo musical vale mucho la pena. Ah, e informaros porque el próximo 10 de abril se ha anunciado la retransmisión gratuita en streaming de la ópera para los municipios y sociedades musicales de la Comunitat Valenciana que lo hayan solicitado.

miércoles, 2 de marzo de 2022

"ARIODANTE" (G.F. Händel) - Palau de les Arts - 01/03/22

Que la vasta creación operística de una figura tan esencial en la historia de la música como Georg Friedrich Händel lleve ausente catorce años de la sala principal de un teatro de la categoría del Palau de Les Arts, no tiene justificación alguna y dice bastante poco a favor de los sucesivos responsables de la programación en este terreno. Desde aquel Orlando, casi ya mítico, representado en 2008, hasta el estreno ayer de Ariodante, la ópera barroca no visitaba con la relevancia merecida el coliseo valenciano. Algo realmente incomprensible.

Es verdad que algunas personas, como quien esto suscribe, no han echado ni media lagrimica ante la ausencia de repertorio barroco, pero, como ya he dicho en tantísimas ocasiones, una cosa serán las preferencias personales de cada uno y otra la coherencia y variedad que deba mantener la programación de un recinto operístico que pretenda estar al nivel de sus principales referentes nacionales e internacionales. Una de las propuestas que traía el actual director artístico de Les Arts, Jesús Iglesias, cuando tomó posesión del cargo, era precisamente esa diversificación de la programación, haciendo una especial mención a la presencia regular en la misma del repertorio barroco. Y en ello está. De hecho, este Ariodante estrenado ayer debería haberse representado ya en abril de 2020, pero hubo de cancelarse por la feroz irrupción de la maldita y cansina pandemia. No obstante, dos años después, la ópera barroca escenificada y en gran formato volvió anoche a Les Arts, estando previstas dos funciones más los días 4 y 6 de marzo.

El caso es que yo pensaba que no iba a haber crónica en este blog del estreno de Ariodante. Primero, porque últimamente no dispongo ni de tiempo ni de suficiente tranquilidad como para centrarme en estas reseñas; y, después, sobre todo, porque me resulta muy complicado realizar un minucioso análisis de lo acontecido cuando me reconozco tan lejano al género. Podría empezar a hacer una sucesión de chistes y comentarios jocosos sobre las arias da capo, el recitativo secco y mi consiguiente sopor marmotesco, pero me parecería una falta de respeto para quienes de verdad aman, disfrutan y entienden de esto y, además, no sería justo del todo con un espectáculo que, más allá de las dieciséis inyecciones de cafeína que tuve que administrarme mediante perfusión intravenosa para aguantar despierto las cuatro horas a las que acabó extendiéndose aquello, reconozco que ofreció un alto nivel musical. Bueno, pues sin que sirva de precedente, me animaré a realizar mi crónica de lo vivido, aunque con la advertencia de que, por supuesto, será todavía mucho menos rigurosa de lo habitual. Así que no hagáis mucho caso y procurad asistir vosotros mismos y experimentar vuestras propias sensaciones, que esas sí son las únicas válidas.

Pese a mis particulares reticencias barrocas, hay que reconocer que nos encontramos ante una de las obras más relevantes del género y que cuenta con algunos momentos musicalmente bellísimos. No obstante, como siempre me pasa con estas óperas, hasta con Giulio Cesare que es mi truño favorito, me quedo con la sensación de que todo se repite más que Belén Esteban en 1º de Ingeniería aeronáutica, y que recortando un mínimo de un tercio su duración y dejando simplemente un grandes éxitos, la experiencia para un gañán como yo sería muchísimo más disfrutable. Ya sé que la culpa es sólo mía, pero es lo que sigo sintiendo tras muchos años intentando rehabilitarme de la triple vírica (ballet, mimo y ópera barroca) sin éxito. Y encima, para mi vergüenza, esta sensación coincide con el comentario que a veces me han trasladado algunos herejes, poco antes de perder la vida bajo mis manos, respecto a la obra wagneriana.  

Para este retorno de la ópera barroca a Les Arts se ha elegido la coproducción del Festival d’Aix-en-Provence con la Dutch National Opera & Ballet, Canadian Opera Company y Lyric Opera de Chicago, con la dirección de escena de Richard Jones, la escenografía y vestuario de Ultz, la iluminación de Mimi Jordan Sherin y coreografía de Lucy Burge.

Los tres actos se desarrollarán en un mismo espacio escénico que simbolizará las diferentes estancias del palacio real y sus exteriores, aunque lo que representa en realidad es el interior de una especie de cabaña con su cocina, comedor y dormitorio, y un trocito de la entrada o porche para que alguna escena en exterior tenga un poco de sentido. No habrá paredes que delimiten estos espacios y será la actuación de los artistas la que nos haga ir viendo el paso de una a otra estancia, permitiendo con esa ausencia de separación física que se puedan ver acciones en segundo plano que, aunque no estén escritas en el libreto, sí se supone que contribuye a justificar acciones posteriores o a ir perfilando con más detalle la personalidad de los personajes.

Esa escenografía se comprime en la mitad delantera del escenario, conformando una caja escénica completamente cerrada donde se desarrollará toda la acción, lo cual tiene su ventaja y su inconveniente. El aspecto más positivo es que escenográficamente se consigue un efecto de concha acústica que favorece la proyección y escucha de las voces, incluso cuando se canta de espaldas al público. El problema es que al reducirse el espacio disponible y sobrecargarlo en determinados momentos con mobiliario y otros elementos escenográficos, los movimientos de los artistas se dificultan, especialmente en los números en que se decide sacar más personas al escenario. Ojo, que no digo en los escasos números de conjunto previstos en el libreto, sino en muchos momentos donde la dirección de escena decide que por allí pululen los miembros del coro (sin cantar), figurantes o personajes que teóricamente no deberían estar en escena.

La utilización de la luz tampoco fue nada destacable, combinando los momentos foco de función de Navidad, con la iluminación cuarto de baño, que dice el amigo Javier.

Se opta por trasladar la acción a lo que parecen los años 70 del pasado siglo, con una caracterización que incluye pantalones campana (barroco y pantalón campana, pá qué queremos más) y unas camisas de leñador y jerséis de lana lamentables, que parecen salidos de la semana de ofertas de invierno del Sepu o el típico regalo de Navidad de la tía Aniceta. También se nutre la escena de un buen surtido de pelirrojos, como en Brave, con el personaje del rey con su kilt, un gaitero (afortunadamente silenciado) y hasta una cometa con la bandera escocesa en el final de los actos primero y tercero, para dejar bien claro que, pese a la transposición temporal de la propuesta, estamos en Escocia.

Al malvado personaje de Polinesso se ha decidido transmutarlo en un peculiar sacerdote con pelo de Norman Bates cuando se disfraza de madre, pero con trencita larga; y al que se le dibuja como maltratador y rijoso metemano oledor de ropa interior y almohadas ajenas. Además, cuando se quita la sotana para hacer guarreridas españolas con movimientos macariescos de toma Moreno, aparece vestido de rockero trasnochado, en vaqueros y con tatuajes. Estoy convencido de que todo esto tiene una significación oculta la mar de interesante que me niego ni siquiera a plantearme; pero si dramáticamente ya de por sí tiene bastante poca chicha la historia, esta honda filosofía subyacente la hace un poquito más desconcertante, desnaturalizando las verdaderas motivaciones del personaje para su comportamiento y cayendo en unas presuntas provocaciones al espectador, que, a estas alturas de siglo, están ya más vistas que la cara de Jordi Hurtado.

Otra de las discutibles decisiones escénicas que se han tomado es variar el final, haciendo que Ginevra en lugar de celebrar el happy end con parientes y amigos se pire del hogar paterno. Ya puestos a variar, igual podrían haber decidido que se marchase en el primer acto y nos hubiéramos ahorrado unas cuantas arias da capo.

Por si con una operita barroca de tres horas y pico no tenía bastante el tete, encima esta tiene escrita música de ballet en los finales de cada acto, pero, afortunadamente, en esta ocasión tan sólo en un breve momento del final del tercero se marcan una especie de jotica, habiendo sido sustituidos los fragmentos danzarines por unas marionetas de Finn Caldwell y Nick Barnes, movidas con inteligencia mientras la música de baile suena, y se escenifica con ellos una pequeña historia representando a la pareja protagonista y su futuro. Y, si os digo la verdad, creo que fue lo que más me gustó de la puesta en escena. La duda que me quedará es si se optó por incluir las marionetas desde un inicio o cuando se dieron cuenta de que en esa cajita escénica concebida por Richard Jones los miembros del ballet iban a estar más arrepretaos que la taleguilla de Paquirri.

Reconozco lo complicado que debe ser concebir una propuesta que mantenga una unidad y continuidad en el movimiento escénico y logre la evolución fluida de la narración en una ópera de esta duración y en la que no hay una construcción dramática ágil, pues todo se reduce, barroco style, a una sucesión de recitativos y arias que apenas hacen avanzar la acción. Sin embargo, en este caso Jones y su equipo han procurado que, mediante el movimiento de actores y desarrollando acciones secundarias en diferentes planos, no se percibiera tanta sensación de parón dramático como suele ser habitual. Dicho eso y reconociendo que se detecta una muy ardua labor de dirección de actores y construcción de personajes, me quedo con la impresión de que ese trabajo no sirve para nada, pues nada aporta a la historia y muchas veces lo que hace es desviarla o despistar al espectador.

Y es que, vamos con otra herejía, yo soy de los que piensan que para estas óperas barrocas donde el devenir dramático es tan secundario y esquematizado, a veces es preferible ofrecer una versión en concierto, en la que al menos te concentras del todo en la música, se deja al cantante en paz y te entretienes viendo el hacer de los músicos, mientras el aria se repite por sexta vez. Salvo que seas un genio escénico y construyas una propuesta de gran atractivo visual y fuerza dramática que, sin alterar ni perturbar la esencia musical y vocal, consiga impregnarlo todo de una intensidad y fluidez narrativa que generalmente no existe en el original. Sinceramente, no me pareció el caso de esta producción, que tiene buenas intenciones, seguro, pero también muchas tonterías (aparte de lo ya comentado, ¿qué decir del permanente rascado sarnoso del personaje de Dalinda, de esas fotos de niños que no se sabe muy bien qué pintan ahí, de tanto movimiento de sillas o de esa absurda escena del exorcismo?).

Al frente de la Orquestra de la Comunitat Valenciana se situó esta vez un experto en música barroca como es el clavecinista y director de orquesta italiano Andrea Marcon. No ha sido el barroco precisamente el género en el que más ha destacado nuestra orquesta, entre otras cosas por la falta de repertorio que se les ha ofrecido históricamente, salvo la pasajera tralla que les metió Biondi. Pese a eso, creo que los miembros de nuestra orquesta volvieron a demostrar su categoría y su ductilidad para adaptarse con brillantez a los distintos repertorios. A ello contribuyó sin duda un trabajo de dirección de Marcon que, dentro de mis cortas entendederas, me pareció sensacional, con viveza, ritmo, cuidado del detalle y de las dinámicas, atención a las voces y variedad en las repeticiones. En los pasajes más intimistas los matices fueron infinitos, constituyendo el mejor ejemplo de ello la maravillosa Scherza infida ofrecida. Sin duda el momento de la noche, con una intensísima orquesta que modulaba las intensidades dibujando la evolución de los sentimientos del personaje con maestría, construyendo un bellísimo lamento en el que se paró el mundo y que incluso hizo que todas las chanzas que vengo haciendo sobre el sopor del género, se evaporen, porque sólo por disfrutar de ese momento ya vale la pena chuparse el truñaco de casi cuatro horas.

Exigentes prestaciones son las requeridas a los vientos, con unas trompas, trompetas, oboes y fagot (espléndido Salvador Sanchís) que rindieron a un excelente nivel. Toda la sección de cuerda merece también destacarse, conquistándome el sonido de la cuerda grave al inicio del segundo acto. Y mención especial ha de hacerse del formidable bajo continuo formado por los clavecinistas Giulio De Narco e Inés Moreno, el violonchelista Alex Jellici y la tiorba de María Ferré.

Entre tanto recitativo y aria, pocas intervenciones son las asignadas al coro en esta obra, apenas un par, una al final del primer acto y otra al final de la ópera. No obstante, la presencia en escena de la reducida representación de los miembros del Cor de la Generalitat elegidos para la ocasión, fue bastante mayor, simplemente porque así le salió del cacahuete a Richard Jones, que decidió tenerles sobre el escenario sin cantar en otros muchos momentos, como meros figurantes, llevando y trayendo elementos escénicos, e incluso la mayoría de las veces haciendo bulto allí de plantón. Legendario momento fue esa fila formada en el segundo acto durante largos minutos, como si estuviesen esperando el lanzamiento del Iphone 25 o fuesen a iniciar una conga, muy pegaditos eso sí, sin respetar las distancias de seguridad. Por cierto, siguen los miembros del coro cantando con mascarillas, pese a lo cual sus prestaciones vocales en los dos fragmentos citados volvieron a ser ejemplares, gustándome más en la primera de sus intervenciones, Si godete al vostro amor.

No es precisamente esta una ópera amable para voces solistas no demasiado relevantes, pues sus papeles principales conllevan una notable exigencia. Cuando se programó esta ópera para 2020, el papel protagonista de Ariodante estaba previsto que fuese asumido por el contratenor australiano David Hansen, pero finalmente cayó del cartel y ahora se ha encargado el rol a la mezzosoprano Ekaterina Vorontsova. La cantante rusa (con perdón), absolutamente desconocida hasta ayer para mí, tuvo un muy buen comportamiento sobre las tablas. Fue de menos a más y me dio la impresión de que empezó algo nerviosa, con la voz inestable y alguna respiración forzada, resultando los graves algo áfonos. Pero de ahí en adelante fue tomando posesión de la escena y sorteando los innumerables escollos que pueblan la partitura con solvencia e incluso brillantez. La voz no destaca ni por belleza ni por volumen, pero se mostró valiente, en estilo, con mucha expresividad y sin flaquear en las agilidades de fragmentos tan complicados como el Dopo Notte final. Tuvo también detalles de mucho gusto, como el crescendo inicial de Cieca notte. Y, junto a la orquesta, brilló muy especialmente en su gran momento de lucimiento, dibujando un Scherza infida que fue todo un derroche de emoción vocal, con un fraseo sentidísimo y una honda interpretación que hizo enmudecer a la platea hasta el estallido de largos aplausos que premió finalmente tan meritoria actuación.

El personaje de Ginevra corrió a cargo de la soprano Jane Archibald, la cual se defendió también aceptablemente con la coloratura y agilidades en Volate, amori del acto primero, aunque me gustó bastante más en los fragmentos más sentidos, como en Il mio crudel martoro del final del segundo o en el Io ti bacio, o mano augusta del tercero. El principal hándicap que, al menos para mis orejas, presentó la cantante canadiense fue un instrumento de sobrado volumen pero quizás demasiado ligero, sin refuerzo alguno en zona central y grave, y con una emisión no demasiado limpia, salvo en la zona más aguda, luciendo además un timbre que me resultó ingrato y tendía al chillido perforador de tímpanos. Ningún reproche puede hacérsele, en cualquier caso, por su absoluta entrega en todas las facetas interpretativas, mostrando también sentido musical y espíritu dramático.

El repelente papel de Polinesso recayó en el contratenor Christophe Dumaux. Tampoco son los contratenores mi debilidad, pero bueno, reconozco que me sorprendió bastante positivamente. Ante todo destacó por su excelente rendimiento escénico, dominio del movimiento y la gestualidad, y lo bien que dibujó el carácter, repelente sin paliativos, del personaje. También en lo vocal conquistó al público el cantante francés con una voz de sorprendente homogeneidad entre registros, gran volumen, facilidad y limpieza en la proyección y unos agudos punzantes e incontestables. Todo ello acompañado de una correcta ejecución de las agilidades y de un fraseo siempre variado y cargado de intención expresiva.

Muy correcto también el Rey compuesto por el bajo italiano Luca Tittoto, con una voz de natural gravedad que desprendía autoridad y profundidad, aunque la emisión mostrase algunas oscilaciones y no fuese todo lo limpia que era de desear. Como suele ser natural para su cuerda en este tipo de obras, los pasajes de agilidad son un escollo para estas voces con peso. En su balance más positivo debe anotarse la intensidad que supo imprimir a los recitativos y la expresividad dramática que lució toda la velada, con un dominio muy importante de la gestualidad y del sentido interpretativo, sabiendo también moverse con el kilt sin que se vislumbraran las colganderas.

Otra gratísima sorpresa de la noche fue la Dalinda que construyó la soprano norteamericana Jacquelyn Stucker, con una bella voz, grande, limpia, con cuerpo y volumen, que se proyectaba y corría por la sala de forma avasalladora. No titubeó en los pasajes de agilidad y destacó todavía más en la faceta actoral, con una inmensa fuerza interpretativa a la que incluso puede reprochársele que se pasase un poquito de rosca a veces, especialmente en el tercer acto, donde rozaba lo verista.

Y mucho gustó también el Lurcanio de otro americano, el joven tenor David Portillo, que hizo grande este personaje menor gracias a una voz ligera, de no mucha presencia, pero a la que supo dotar de belleza regulando con mucho gusto y ofreciendo detalles de gran musicalidad, como en Del mio sol del primer acto, dejando en un lugar secundario que pasase mayores apuros en los fragmentos de agilidad de los actos segundo y tercero.

Debe alabarse también el breve pero muy buen trabajo, como Odoardo, de Jorge Franco, miembro del Centre de Perfeccionament ese que ya no lleva el nombre de un cantante que venía todos los años a Valencia y es muy famoso, pero que ahora parece que no haya existido nunca.

La sala ayer presentaba una buena entrada pero con visibles huecos, lejos de lo vivido en los anteriores estrenos, lo cual puede explicarse ante la respuesta a un género que no es mayoritario y al tratarse de una ópera de larga duración en un martes laborable, lo que hizo que saliéramos de allí pasadas las 23 horas. Más preocupante fue que esos huecos fueran incrementándose tras los dos descansos. Eso sí, al menos en la zona en la que yo me encontraba, el comportamiento del público fue bastante más silencioso que de costumbre (y doy fe de que tampoco se oyeron ronquidos). No se interrumpió apenas con aplausos la representación, aunque la ovación tras Scherza infida fue intensa y muy larga. Muy aplaudidos fueron todos los intérpretes y la orquesta al finalizar la representación y menos entusiasmo hubo ante los saludos de los responsables de la dirección de escena, aunque apenas se percibieron un par de abucheos muy aislados.

Pues nada, ya finalizo mi particular crónica de lo vivido anoche en Les Arts. Espero que quienes seáis más aficionados que yo al género no me tengáis demasiado en cuenta mis tonterías y os animo a que os acerquéis alguno de los dos días (4 y 6 de marzo) que quedan. Yo no estaré, lo siento, pero sé que quienes tengáis más aguante para las cuatro horas de arias da capo y del interminable cloqueo gallináceo de las agilidades, lo podéis pasar francamente bien. Y, hablando muy en serio, musicalmente vale mucho la pena.

Lo que sí quisiera aconsejaros antes de cerrar esta entrada, en una onda completamente distinta, pero no menos interesante, son las representaciones que se van a llevar a cabo los días 3, 9 y 13 de marzo, en la sala Martin i Soler, de esa curiosa joyita de Leonard Bernstein que es Trouble in Tahití. Muy recomendable.